Las cartas no escritas de la migración

 Fotos de Eduard Serra 


Por Félix Ruiz Rodríguez


Un lienzo negro, dispuesto para la danza, abarcaba el patio central del Ministerio de Gobierno de Panamá, forjando la ilusión de ser un océano oscuro que solo contemplaba el público asistente desde las orillas.

Allí veríamos la muestra coreográfica del PRISMA LAB Juvenil como resultado de la residencia realizada por el español Fernando Hurtado para jóvenes vulnerables que trabajan a través de la danza. Los laboratorios de creación artística de PRISMA—Festival Internacional de Danza Contemporánea de Panamá son un componente fundamental de esta fiesta de la danza.

Los doce jóvenes seleccionados para el laboratorio ingresaron al patio, bordeando aquella pequeña inmensidad del linóleo. Cargaban entre sus manos o sobre sus espaldas una roca; sus rostros nos dibujaban la crudeza de la situación.

Mientras dos de ellos equilibraban la suerte a cuestas —una especie de esclavitud heredada, impuesta o autoimpuesta—, el resto miraba, recostados en los muros y paredes del lugar. Rota la cuarta pared, ahora éramos cómplices silenciosos de la historia que tejía la escena.

Luego el resto entra al escenario/océano/lienzo y posa para la fotografía obligada; aquella con la que se cree solucionar los problemas, como el simple registro de los hechos.

La rutina de danza empezó pausada y aumentaba su ritmo progresivamente, utilizando el contact, contrapesos, cargadas simples, trabajo grupal y latigazos como recursos narrativos del movimiento. La exaltación de los cuerpos nos llegó a hablar de las decisiones de la vida, que se toman, en ocasiones, de manera impulsiva, o arrojados por la desesperanza.

El trabajo de las direcciones en el espacio, la respiración, los dúos, los tríos y las demás combinaciones dialogaban acerca de las historias humanas que se cruzan ante la persecución de los sueños de los perseguidos y desfavorecidos.

El espíritu de horda inundó las secuencias con repeticiones que estallaban en un descontrol controlado, acompañadas de violines enloquecidos que musicalizaban el momento. La constante era sacudirse la ropa, las manos, las culpas o la desgracia, tal vez. Finalmente, todos acaban en una fosa común con la respiración entrecortada.

Retoman el ritmo, y por momentos se escuchaba el susurro de un conteo exhausto al compás de una marcha tribal que circunvalaba el espacio. Los intérpretes se chocan unos con otros, probablemente al encontrar ocupado el lugar de las transiciones o por el agotamiento físico expreso.

El coreógrafo español no perdió la vista del grupo en ningún momento. Hurtado, que ya ha trabajado con bailarines panameños, se caracteriza por montajes que requieren de fisicalidad para abordar el trabajo de piso y los desplazamientos en crescendo. Un reto importante para los jóvenes intérpretes panameños Cristine Vallarino, Aldo Neville, Luis Kirton, Joseph Petit, Claudia Hamiltom, María Medina, Stephanie Sánchez, Luis Mendoza, Jean Pierre Córdoba, Elías Estrada, Lindsey Abbo y Josías Díaz, quienes solo tuvieron dos semanas para preparar el número.

El cierre fueron cartas no escritas de un último adiós vociferadas por algunos bailarines: «Madre, lo siento, porque el barco se hundió y no pude llegar a mi destino…». Eran las voces de jóvenes migrantes, que, junto a sus sueños, fueron abrazados por la nación del mar. La ovación era inminente, al igual que las lágrimas orgullosas de las madres de estos chicos.



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